viernes, 3 de abril de 2015

Be timeless


Recuerdo que yo había empezado a sentir el fútbol gracias a una volea de Zidane en Glasgow. Porque al final, por encima de complicadas y frías cuestiones tácticas o de fantásticas genialidades técnicas, esto es pasión y el fútbol es un estado de ánimo, el deporte es una manera de expresar sentimientos. Llegaba el verano de 2006, y con él, el Mundial. Un torneo que siempre recordaré, pues ya sabía que Zinedine, aquel gran francés, mi primer ídolo, y como tal, el que más me marcó, se retiraba después de aquello. Se decía que no llegaba bien, pero yo, con la ilusión del niño que aún era, quería creer que Zizou se despediría a lo grande, y así fue.

Es cierto que el comienzo no fue alentador, pero llegaron las eliminatorias, donde aquel genio de origen argelino se había hecho una leyenda, y con ellas, el enfrentamiento contra España. Todavía no era la gran época de España, se aceptaba de manera resignada que de octavos no se pasaba, y entonces, ante el país que lo había visto semana tras semana durante varios años, Zizou renació. 'La Roja' estaba fuera, y yo pensé: "Bueno, al menos podré ver a Zidane un partido más".

En Frankfurt esperaba Brasil, un elenco de estrellas liderado por Ronaldo y Ronaldinho, que en ese momento, y quizá también ahora, estaban entre mis cinco futbolistas favoritos. La canarinha, ni más ni menos, considerada favorita al campeonato. Y entonces, ante la adversidad, se manifestó Zidane en toda su expresión, la fuerza más sobrenatural que había sobre el césped en el torneo, el ave fénix resurgiendo de sus cenizas para quemar el Mundial. El duelo contra Brasil, en homenaje a París 1998, su final, fue el hermoso y poético canto del cisne de Zinedine, una de las exhibiciones más poderosas que recuerdo, y desde luego, la más simbólica de todas cuantas haya visto, uno de los capítulos más bellos de la literatura del fútbol.

En Münich, Portugal. Paradójicamente, se enfrentaban Zidane y Cristiano, estandartes de dos épocas del Real Madrid, la Novena y la Décima, el maestro y el sucesor, dos hombres que tuvieron y supieron llevar la pesada carga de ser el fichaje más caro, entre otras cosas. En un partido feo, en el que triunfó la defensa francesa, liderada por Vieira y Makelele, Zidane mandó a los suyos a la final desde el punto de penalti y alargó su carrera una noche más.

Esta vez sí, pasara lo que pasara, era la última. Ya no había marcha atrás, ya no quedaba otro partido, solo restaban como mucho 120 minutos para convertir al hombre en leyenda. Pero qué 120 minutos, en la ocasión más grande que puede brindar este deporte, el encuentro con el que todos sueñan desde que patean un balón en una plaza con 8 años y al que tan pocos llegan. Una segunda Copa Mundial que confirmaría a Zidane como el quinto grande de la Historia que ya para muchos era, cuando aún Messi era solo una ilusionante promesa. ¿Hubiese habido algo más romántico que Zidane alzando el trofeo como capitán tras ese penalti lanzado a lo Panenka? O mejor, marcando el quinto y último penalti de la tanda ante los italianos. No. Por eso, cuando la cabeza de Zidane, aquella que envió los dos balones al fondo de la red en la final del 98, impactó contra el pecho de Materazzi, apagué la televisión y me dormí. Zizou pasó al lado de la ansiada copa dorada, sabiendo que era su último viaje hacia el calor del vestuario. Ya daba igual que Trézéguet fallase el último lanzamiento, que Francia saliese derrotada: el ilusionista de Marsella se había ido, y, a pesar del trágico desenlace, solo cabía darle las gracias. Agradecerle las victorias, la magia, todos los detalles que dejó desde Burdeos hasta Madrid, desde París hasta Berlín; su premio era la eternidad. Como decía Shane Falco en Equipo a la fuerza, "el dolor sana, las chicas dejan cicatrices, pero la gloria es para siempre". Be timeless, Zizou.